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miércoles, 7 de diciembre de 2016

Pequeñeces de la infancia, sobreviviendo a un solo nombre

De niño, tenía un sueño recurrente en donde aparecía al pie de una montaña y descubría una escalera secreta. Al verla, era consciente que soñaba y la subía sabiendo que un mago me esperaba en la cima para cumplirme un deseo. No era un deseo libre o convencional, sino limitado y arbitrario, y en cada sueño el mago me daba dos opciones a elegir que siempre cambiaban. A veces tenía que decidir entre quedar atrapado toda una noche en una dulcería o en una juguetería, y en otras, mis alternativas eran aburridas y consistían en memorizarme mágicamente la tabla del nueve o las capitales de los estados del país. Pero en una ocasión, el mago fue más allá y preguntó si prefería regresar en el tiempo o hacer cualquier cosa que yo quisiera. Me da igual tu escoge, le dije, y antes de concedérmelo, su curiosidad le hizo preguntarme porqué me daba igual. ¿Es porque ya sabes que es un sueño? me interrogó aliviado. No, le dije, es porque si viajara en el tiempo, iría al mismo lugar en donde puedo cambiar lo que más quiero hacer en la vida: ponerme un segundo nombre. Así de simple pensaba en aquel entonces; ahora, no se me ocurre una cosa menos trascendente por hacer que esa tontería. Pero de niño, una de las cosas que más odiaba era el hecho de tener un solo nombre. No mi nombre, Carlos siempre me gustó (según la Wikipedia significa hombre libre y es de origen germano) sino el Carlos a secas.

Para los niños de mi generación, era normal tener dos o tres nombres. La mayoría se llamaban como galanes de televisión porque en aquella época, a falta de Netflix y Roku, el principal producto que consumían las mamás eran las telenovelas. Casi no se escuchaban en las listas de asistencia de las escuelas los nombres de futbolistas, y nunca conocí a alguien mayor que yo que se llamará como algún personaje de anime. Hoy en día, estas cosas son bastante comunes, como si hubiera una competencia para ver quién le pone el nombre más ingenioso, extravagante o ridículo a sus hijos. Pero en la época de mi infancia, tener un solo nombre era algo rarísimo. Yo estuve a punto de llamarme Luis Ernesto, una combinación surgida de los nombres de mis dos abuelos, pero a última hora, ya frente al trabajador del registro civil, mis padres se arrepintieron y decidieron seguir la línea de los Carlos que era el primer nombre de mi papá.

Para fines escolares, tener un solo nombre era bastante práctico. Cabía completo en las etiquetas que le ponían a mis cuadernos y útiles, y cuando teníamos que escribir planas y planas de nuestro nombre para “soltar la mano” y mejorar la letra, terminaba mucho antes que todos. A mis compañeros, esto les daba algo de envidia y cuando el ejercicio era la limitante para salir al recreo veían con sorna como me iba temprano mientras ellos se quedaban a pagar aquel exabrupto de sus padres. De lo que no se percataron fue que al salir al recreo no tenía con quién jugar pues la mayoría aún estaba en clase, y entre los que teníamos un solo nombre, no nos juntábamos para no hacer evidente aquella condición y evitar formar una minoría notoria que fuera blanco del resto.De niño me hubiera gustado tener más de un nombre para jugar a las identidades y usarlos de acuerdo a las situaciones, lugares o personas con las que estuviera. Imaginaba que en casa de mi abuelita o mis tías, podría utilizar el que menos me gustara, con mis amigos el que más, en los partidos de fútbol usaría el hipocorístico que sonará más a crack, y al momento de hacer una travesura o encontrarme en una situación desagradable, daría el menos común para que mis conocidos creyeran que era otra persona.

Si hubiera tenido un segundo nombre, podría haber eliminado esa pregunta tonta que hacían las personas de mi casa cuando contestaban el teléfono buscando a mi papá o a mí, y que iba más o menos como un “¿Quieres hablar con Carlos chico o con Carlos grande?”. De haberlo tenido, me inventaría una firma de esas enigmáticas que abrevian el segundo nombre con una inicial y barajearía las posibilidades de todos los nombres que podrían estar detrás de esa letra.

Así que en aquel sueño, elegí otro nombre al azar y durante el tiempo que duró fui Carlos Maximiliano Reyes Hernández. Carlos para los amigos, Maximiliano para los familiares y Max para todo lo demás. No recuerdo todos los detalles de lo soñado, pero desperté con una sensación de felicidad que se evaporó al instante cuando la realidad me golpeó en la cara y me recordó que aún tenía un sólo nombre. Esa fue la primera vez que comprendí que las decisiones triviales que toman los padres tienen consecuencias a futuro en los hijos, por lo que me juré a mí mismo que por ningún motivo condenaría a mis hijos a la soledad de tener un sólo nombre: aquella maldición terminaría conmigo. Véase que ya desde niño era muy fatalista.

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