Había una vez,
en un bosque apartado de la civilización, un mapache al que lo peor de lo mejor
que le pasó fue enamorarse. En ese bosque, en donde todas las criaturas vivían
en armonía –menos cuando había que hacerle caso a la cadena alimenticia- el mapache
acudía todas las mañanas a la Forest School. Era el primero de la clase. Sus
maestros lo elogiaban y lo ponían como ejemplo de perseverancia, inteligencia y
determinación. En ese mismo salón, había una zorrita que era todo lo contrario
a él. Además, era hermosa y tenía esa magia de musa con la que lograba hechizar
a todas las bestias de la escuela; mapache incluido. Con tal de estar cerca de ella,
él le hacía las tareas de Sobrevivencia 2, la ayudaba con los exámenes
de Naturaleza Avanzada, y siempre estaba al pendiente de lo que necesitara. La
zorrita fingía tomarlo en cuenta, pero cuando salía del apuro, se olvidaba de él
y sólo volvía a acercarse cuando peligrara la calificación de alguna materia; así se fue gran parte del ciclo de escolar.
Un día llegaron
unas personas vestidas de traje y corbata que se bajaron de unos automóviles.
Los animales, que hasta entonces habían vivido lejos del contacto con los
humanos, sólo atinaron a esconderse. Al día siguiente, luego de que se fueran
los intrusos, el gran jefe lobo convocó a una reunión extraordinaria a todas las
criaturas del bosque. Como tema principal, se discutió sobre cómo actuar cuando
volviera a ocurrir una invasión como la del día anterior. El oso sugirió atacar,
pero las abejas alegaron que, aunque ganaran, la mayoría de ellas no
sobreviviría por lo que acusaron al oso de querer quedarse con toda su miel. Algunos
estuvieron de acuerdo, otros no, y la mayoría aprovechó la ocasión para sacar a
flote viejas rencillas y rencores guardados. El tema principal dejó de serlo y
aquello se convirtió en un coliseo romano de improperios. Diez minutos antes de
que la sesión terminara, se elaboró la minuta y se programó otra junta para dentro
de dos semanas, fecha en la que todos tenían un espacio en su agenda para
seguir tratando con aquel asunto.
Pero esa reunión
no se llevaría a cabo porque un par de días después llegaron al bosque más hombres.
Esta vez no iban vestidos con traje y corbata, sino que llevaban cascos, planos
y máquinas. Ante aquella invasión improvisada, los animales volvieron a refugiarse
en sus cuevas y madrigueras, permaneciendo escondidos el tiempo que los intrusos
estuvieron talando, perforando y haciendo ruidos de personas trabajando. Cuando
las criaturas del bosque salieron, presenciaron con asombro unas vías de tren
que dividían al bosque en dos partes. Al principio nadie se atrevió a cruzarlas,
y lo máximo que alguien se acercó, fue cuando una zarigüeya se quedó dormida en las
vías y despertó al escuchar un bramido superior a cualquier otro que anunciaba la
aparición de la máquina más grande y demoníaca de todas, que se deslizaba por
aquella columna vertebral maldita a una velocidad mayor que la de un venado en
plena persecución. Durante un tiempo, nadie más quiso aventurarse a pasar al
otro lado, por lo que el bosque quedó dividido en dos zonas: la Norte y la Sur. No fue fácil acostumbrarse
a aquella nueva condición y muchas familias quedaron divididas. Las clases en
la Forest School -que se habían suspendido durante la construcción-, se reanudaron,
pero sólo asistieron los animales que se habían quedado en la zona Norte, lugar
donde estaba. El mapache regresó a la escuela y vio con tristeza
cómo la mitad de sus compañeros que vivían en la parte Sur habían quedado
aislados y no volvería a verlos. Por desgracia, eso incluía a la zorrita. Resignado,
trató de olvidarla refugiándose en los libros.
Una tarde,
cuando el mapache caminaba a una distancia prudente de las vías del tren, miró
al otro lado y vio correr por el follaje a la zorrita responsable de tantas
noches de insomnio, y la siguió contemplando hasta que se perdió en el horizonte.
Triste pero emocionado, el mapache continuó con su trayecto. Ese día lo
marcaría para siempre. La imagen idealizada de la zorrita corriendo por la parte
Sur del bosque, lo trastornó tanto que perdió el sentido de la realidad. Sus
calificaciones bajaron y vivía como perezoso. Al poco tiempo se olvidó de todo y
no tenía otra cosa en qué pensar más que en aquel sitio paradisíaco en donde pasaba
las tardes viendo a la zorrita de su vida.
Con las épocas
de lluvia las actividades al aire libre cesaron. A pesar de ello, el mapache seguía
yendo a su lugar favorito con la esperanza de verla tan sólo un segundo, permaneciendo
horas como estatua, parado y sin parpadear ante la furia desatada del agua que
caía del cielo como una señal para que desistiera de su locura. Él lo entendió
mal: lo veía como una prueba menor para demostrarle la resistencia y los
limites sin fronteras de su amor. La salida del sol trajo nuevas
oportunidades. Entonces pasó algo inusual. Una tarde, mientras la zorrita jugaba
entre la maleza, volteó hacia donde estaba el mapache, y tras dudar, lo
reconoció al fin. Ambos se acercaron tanto como el miedo se los permitió hasta
llegar al punto en el que sólo las vías del tren los separaban. Después hubo un
silencio prolongado que resultó mágico para el mapache pero incómodo para la
zorrita. Ella lo saludó rutinariamente, y él quiso confesarle su amor pero
todas las palabras del mundo se le quedaron atrapadas en la garganta y no atinó
a decir nada. Después, la zorrita le mandó un saludito fugaz de despedida, se
dio la vuelta y empezó a correr adentrándose en la parte del bosque que
habitaba. El mapache perdió la cabeza y el control de sí mismo, y en un
arranque de desesperación, tomó vuelo para saltar las vías. Las patas no le respondieron, pero al ver que la zorrita se
alejaba cada vez más, sacó fuerzas de donde no sabía que tenía y cruzó. La
persiguió un buen tramo por la zona Sur hasta que la vio reunirse con un zorro que
la esperaba en el río. Con el corazón hecho pedazos, vio como su ilusión se desbarató
en aquella injusta realidad cuando ambos zorros corrían tomados de la cola, de
la misma forma en la que él se imaginó tantas veces que lo haría junto a ella. Cabizbajo y sumergido en una tristeza absoluta, emprendió el regreso hacia la zona Norte. Como iba ensimismado en su tragedia pasional, no se percató que el tren pasaba y la
arrolló.
Esta historia le
dio la vuelta al bosque. Al día de hoy, los animales curiosos caminan por aquella
zona para ser testigos del lugar donde ocurrió la historia de un amor incondicional
con tintes de tragedia. El lugar se hizo famoso: es una referencia
geográfica para aquellos animales que tienen la ilusión de enamorarse o recobrar la chispa, y aunque
a partir de entonces nunca más tuvieron miedo de cruzar las vías, el suceso dio
una lección de más peso que permanece en la mente de todas las criaturas
jóvenes del bosque: NUNCA, PERO NUNCA, PIERDAS LA CABEZA POR UNA ZORRA.