Me encantan las nuevas viejas
barberías o barber shop. La primera vez que entré a una de las antiguas, debí
de haber tenido seis o siete años e iba acompañado de mi papá. Recuerdo que
había una rockola que tocaba la misma música retro que se escuchaba en nuestra
casa, y había sillones de peluqueros para los clientes como el de las películas
de El Padrino o Los Intocables. El local era atendido por dos señores muy erguidos
y muy viejitos que llevaban camisa blanca extremadamente bien planchada, pantalón
negro de raya marcada y unos bigotitos perfectamente delineados. Me quedé
perplejo cuando vi que le sacaban filo a una navaja con un cinto, y pensé que
nunca saldríamos vivos de ahí; tal vez lo que evitó que saliera corriendo del
lugar fue la tranquilidad de mi papá y la familiaridad con que todo parecía
transcurrir. El lugar olía a formalidad y lucía antiguo, pulcro y señorial,
adjetivos difíciles de digerir y nada agradables para un niño de mi edad. Aquel
día, mientras afeitaban a mi papá con una precisión milimétrica, a mí me
cortaron el cabello como a un crio de los sesentas y no pude evitar pensar en
la burla que recibiría de mis amigos y compañeros de escuela (en aquella etapa
todos somos muy hijos de puta). Odié mi existencia durante el trayecto a casa e
inconscientemente le puse un muro a todas las barberías del mundo que tardaría
más de veinte años en derrumbarse. No volví a pisar otra en el resto de mi
infancia, toda la adolescencia y parte de la adultez, hasta hace apenas un par
de meses que movido por la urgencia y envalentonado por la recomendación de un
amigo que me dijo que estaban de moda.
En el ínter de mi primera y
segunda experiencia en barberías, deambulé por estéticas de todos los tamaños,
colores y estatus socio-económicos que puedan existir; y mi cabello fue cortado,
peinado y manoseado por decenas de mujeres, hombres y quimeras. No fui
consciente del maltrato físico-psicológico y del atropellamiento de género que padecíamos
los hombres en aquellos lugares. Tampoco puse mucha resistencia porque al no
tener otro punto de comparación, creí que todo debía ser de aquella manera: la
única posible. Pero siempre me resultó bastante embarazoso salir de las
estéticas apestando a esencias con aromas frutales de nombres ridículos. Nunca encontré
nada bueno que leer en las mesas de espera, sólo revistas de moda, de
maternidad o para jovencitas inseguras que incluían test ridículos y que alguna
vez intenté hacer uno por desesperación cuando esperaba a que a una señora le
hicieran un tinte de cabello. Jamás hojeé un álbum de cortes porque en su
mayoría eran sólo para mujeres o las modas eran de hace diez o veinte años. No me
gustaba ver la televisión –cuando había- porque sólo pasaban telenovelas o
películas cursis, y estaba prohibido cambiar el canal aunque en ese momento se
jugara la final de la copa del mundo. A veces la música era insoportable, y no
puedo negar que me aprendí un par de canciones por ósmosis durante el tiempo
que pasé en esos lugares. Lo peor de todo, eran los tres momentos más incómodos
-y a la vez los más importantes- de aquel ritual traumático pero necesario: explicar
el corte, el corte mismo y la revisión definitiva.
Para explicar el corte, a la
mayoría de los hombres nos faltan palabras para detallar la forma y el estilo
que queremos. Las razones son simples. Por un lado, desconocemos el argot
típico de los cortes y el mundillo del cabello, y por el otro, nos resulta
embarazoso que tanto el estilista como sus compañeros y el resto de los
clientes sepan de nuestras aspiraciones estéticas, atisben los chispazos de
vanidad que normalmente ocultamos y conozcan los intentos que hacemos por vernos
como otros hombres. Esto nos lleva a dar instrucciones incompletas o
imprecisas, que darán como resultado un corte que no es el que teníamos en
mente.
El siguiente paso es cortarlo. Si
has renunciado a la televisión, lo único que te queda es mirarte a ti mismo
durante el proceso. No importa si estas platicando con él o la estilista,
tienes que poner tus ojos en algún lado y el espejo que tienes enfrente es tu
única opción. Al principio no pasa nada y hasta tratas de ponerte al corriente
contigo mismo, pero al paso de los minutos la cosa se vuelve insoportable y no
sabes qué cara poner. Algunos estilistas se dan cuenta de esto y se apiadan de
ti apresurando el corte. Otros deciden alargarlo para ver cuánto tiempo puedes
soportar aquel martirio.
El último momento incomodo es la
revisión, cuando te muestran el resultado final y tratan de venderte la idea de
que lo que te acaban de hacer es algo sublime de la más alta peluquería; pero
como las instrucciones estaban mal desde el inicio, el corte pocas veces es lo
que se espera. Otro problema es que por obvias razones no hay forma de pegarte
el cabello que ya te cortaron y lo único que puedes hacer es ocultar tu
descontento, aceptar la situación y decir “Así está bien gracias” con la mejor
cara y el tono de voz más agradecido que tengas. Aquellos que se paran de la
silla y externan su malestar o reprueban el trabajo realizado enfrente de
todos, son héroes que no usan capa, personas fuera de serie que no tengo el
honor de conocer porque nunca he presenciado una escena como esa, pero me
bastan las anécdotas escuchadas de otras personas, que saben por alguien, que a su vez se enteraron por terceros,
que en algún universo paralelo un valiente descargó contra el estilista la
furia contenida de tantos hombres victimados.
Todo esto pude verlo en el
instante mismo en que crucé la puerta de una de las tantas barber shop. El
concepto era una variación de los viejos locales como al que entré durante mi
infancia, sólo que adicionado con pantallas, música actual de hombre, sonido
surround, y los barberos viejitos eran reemplazados por “barberos” metro sexuales
que se tomaban muy en serio eso de la moda varonil. Lo primero que me
preguntaron fue que si quería una cerveza. Siempre, les dije, un Tecate rojo no
estaría nada mal. En cuestión de segundos me trajeron la lata de cerveza enfundada
en una tela especial que conservaba por más tiempo el frío. Empezaron bien,
pensé, y mientras esperaba turno, me entretuve con el último número de Men’s Health y alcancé a hojear un par
de revistas de automóviles de lujo y deportes. Alguien me facilitó un álbum con
los últimos cortes de cabello, barba y bigote, los mismos que había visto en
programas de televisión, imágenes y vídeos en internet y que jamás podría
describir. Cuando la espera terminó, el estilista, o mejor dicho, el barbero
metro, me indicó que tomará asiento en un sillón antiguo de peluquero. ¿Cómo lo
va a querer señor?, me preguntó con un tono de viejos amigos y en aquella
complicidad me aventuré a decirle que lo quería como el Kun Agüero; y para mi
sorpresa, no sólo conocía la referencia sino que quiso saber si me refería al
Kun de la temporada actual o de la pasada, cuando los Citizens llegaron hasta
la semifinal de la Champions League. ¿Por qué de la pasada?, cuestioné interesado.
Porque para mi gusto, respondió, ese corte le va mucho mejor. No podía creer lo
que escuchaba: nunca nadie me había hablado de esa manera. Lo mejor de todo fue
cuando me preguntó que si mientras él trabajaba, yo preferiría ver la NFL o
Breaking Bad. Era una pregunta difícil. Ambas, le dije para probarlo, y movió
mi sillón de tal manera que por un lado podía ver la pantalla que proyectaba el
capítulo seis de la quinta temporada de la serie, y a través del espejo se veía
la otra en donde pasaban el partido de fútbol americano.
Cuando salí del lugar tenía tres
cosas que no había tenido antes: el corte que quería, mi dignidad intacta y olía
como a macho alfa dominante. Después de esa experiencia no he vuelto a pisar
otra estética. Ahora que conozco a las barber shop, elijo evitar la humillación
e incomodidad del antiguo régimen de las estéticas porque regresar sería masoquismo
en su estado más puro. Viejas nuevas barberías, tengan todo mi dinero y
bienvenidas sean.
"When you feel alone just keep calm and call your barber"
"When you feel alone just keep calm and call your barber"