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sábado, 12 de noviembre de 2016

La Genialidad de las Barber Shop

Me encantan las nuevas viejas barberías o barber shop. La primera vez que entré a una de las antiguas, debí de haber tenido seis o siete años e iba acompañado de mi papá. Recuerdo que había una rockola que tocaba la misma música retro que se escuchaba en nuestra casa, y había sillones de peluqueros para los clientes como el de las películas de El Padrino o Los Intocables. El local era atendido por dos señores muy erguidos y muy viejitos que llevaban camisa blanca extremadamente bien planchada, pantalón negro de raya marcada y unos bigotitos perfectamente delineados. Me quedé perplejo cuando vi que le sacaban filo a una navaja con un cinto, y pensé que nunca saldríamos vivos de ahí; tal vez lo que evitó que saliera corriendo del lugar fue la tranquilidad de mi papá y la familiaridad con que todo parecía transcurrir. El lugar olía a formalidad y lucía antiguo, pulcro y señorial, adjetivos difíciles de digerir y nada agradables para un niño de mi edad. Aquel día, mientras afeitaban a mi papá con una precisión milimétrica, a mí me cortaron el cabello como a un crio de los sesentas y no pude evitar pensar en la burla que recibiría de mis amigos y compañeros de escuela (en aquella etapa todos somos muy hijos de puta). Odié mi existencia durante el trayecto a casa e inconscientemente le puse un muro a todas las barberías del mundo que tardaría más de veinte años en derrumbarse. No volví a pisar otra en el resto de mi infancia, toda la adolescencia y parte de la adultez, hasta hace apenas un par de meses que movido por la urgencia y envalentonado por la recomendación de un amigo que me dijo que estaban de moda.

En el ínter de mi primera y segunda experiencia en barberías, deambulé por estéticas de todos los tamaños, colores y estatus socio-económicos que puedan existir; y mi cabello fue cortado, peinado y manoseado por decenas de mujeres, hombres y quimeras. No fui consciente del maltrato físico-psicológico y del atropellamiento de género que padecíamos los hombres en aquellos lugares. Tampoco puse mucha resistencia porque al no tener otro punto de comparación, creí que todo debía ser de aquella manera: la única posible. Pero siempre me resultó bastante embarazoso salir de las estéticas apestando a esencias con aromas frutales de nombres ridículos. Nunca encontré nada bueno que leer en las mesas de espera, sólo revistas de moda, de maternidad o para jovencitas inseguras que incluían test ridículos y que alguna vez intenté hacer uno por desesperación cuando esperaba a que a una señora le hicieran un tinte de cabello. Jamás hojeé un álbum de cortes porque en su mayoría eran sólo para mujeres o las modas eran de hace diez o veinte años. No me gustaba ver la televisión –cuando había- porque sólo pasaban telenovelas o películas cursis, y estaba prohibido cambiar el canal aunque en ese momento se jugara la final de la copa del mundo. A veces la música era insoportable, y no puedo negar que me aprendí un par de canciones por ósmosis durante el tiempo que pasé en esos lugares. Lo peor de todo, eran los tres momentos más incómodos -y a la vez los más importantes- de aquel ritual traumático pero necesario: explicar el corte, el corte mismo y la revisión definitiva.

Para explicar el corte, a la mayoría de los hombres nos faltan palabras para detallar la forma y el estilo que queremos. Las razones son simples. Por un lado, desconocemos el argot típico de los cortes y el mundillo del cabello, y por el otro, nos resulta embarazoso que tanto el estilista como sus compañeros y el resto de los clientes sepan de nuestras aspiraciones estéticas, atisben los chispazos de vanidad que normalmente ocultamos y conozcan los intentos que hacemos por vernos como otros hombres. Esto nos lleva a dar instrucciones incompletas o imprecisas, que darán como resultado un corte que no es el que teníamos en mente.

El siguiente paso es cortarlo. Si has renunciado a la televisión, lo único que te queda es mirarte a ti mismo durante el proceso. No importa si estas platicando con él o la estilista, tienes que poner tus ojos en algún lado y el espejo que tienes enfrente es tu única opción. Al principio no pasa nada y hasta tratas de ponerte al corriente contigo mismo, pero al paso de los minutos la cosa se vuelve insoportable y no sabes qué cara poner. Algunos estilistas se dan cuenta de esto y se apiadan de ti apresurando el corte. Otros deciden alargarlo para ver cuánto tiempo puedes soportar aquel martirio.
El último momento incomodo es la revisión, cuando te muestran el resultado final y tratan de venderte la idea de que lo que te acaban de hacer es algo sublime de la más alta peluquería; pero como las instrucciones estaban mal desde el inicio, el corte pocas veces es lo que se espera. Otro problema es que por obvias razones no hay forma de pegarte el cabello que ya te cortaron y lo único que puedes hacer es ocultar tu descontento, aceptar la situación y decir “Así está bien gracias” con la mejor cara y el tono de voz más agradecido que tengas. Aquellos que se paran de la silla y externan su malestar o reprueban el trabajo realizado enfrente de todos, son héroes que no usan capa, personas fuera de serie que no tengo el honor de conocer porque nunca he presenciado una escena como esa, pero me bastan las anécdotas escuchadas de otras personas, que saben  por alguien, que a su vez se enteraron por terceros, que en algún universo paralelo un valiente descargó contra el estilista la furia contenida de tantos hombres victimados.

Todo esto pude verlo en el instante mismo en que crucé la puerta de una de las tantas barber shop. El concepto era una variación de los viejos locales como al que entré durante mi infancia, sólo que adicionado con pantallas, música actual de hombre, sonido surround, y los barberos viejitos eran reemplazados por “barberos” metro sexuales que se tomaban muy en serio eso de la moda varonil. Lo primero que me preguntaron fue que si quería una cerveza. Siempre, les dije, un Tecate rojo no estaría nada mal. En cuestión de segundos me trajeron la lata de cerveza enfundada en una tela especial que conservaba por más tiempo el frío. Empezaron bien, pensé, y mientras esperaba turno, me entretuve con el último número de Men’s Health y alcancé a hojear un par de revistas de automóviles de lujo y deportes. Alguien me facilitó un álbum con los últimos cortes de cabello, barba y bigote, los mismos que había visto en programas de televisión, imágenes y vídeos en internet y que jamás podría describir. Cuando la espera terminó, el estilista, o mejor dicho, el barbero metro, me indicó que tomará asiento en un sillón antiguo de peluquero. ¿Cómo lo va a querer señor?, me preguntó con un tono de viejos amigos y en aquella complicidad me aventuré a decirle que lo quería como el Kun Agüero; y para mi sorpresa, no sólo conocía la referencia sino que quiso saber si me refería al Kun de la temporada actual o de la pasada, cuando los Citizens llegaron hasta la semifinal de la Champions League. ¿Por qué de la pasada?, cuestioné interesado. Porque para mi gusto, respondió, ese corte le va mucho mejor. No podía creer lo que escuchaba: nunca nadie me había hablado de esa manera. Lo mejor de todo fue cuando me preguntó que si mientras él trabajaba, yo preferiría ver la NFL o Breaking Bad. Era una pregunta difícil. Ambas, le dije para probarlo, y movió mi sillón de tal manera que por un lado podía ver la pantalla que proyectaba el capítulo seis de la quinta temporada de la serie, y a través del espejo se veía la otra en donde pasaban el partido de fútbol americano.

Cuando salí del lugar tenía tres cosas que no había tenido antes: el corte que quería, mi dignidad intacta y olía como a macho alfa dominante. Después de esa experiencia no he vuelto a pisar otra estética. Ahora que conozco a las barber shop, elijo evitar la humillación e incomodidad del antiguo régimen de las estéticas porque regresar sería masoquismo en su estado más puro. Viejas nuevas barberías, tengan todo mi dinero y bienvenidas sean.

"When you feel alone just keep calm and call your barber"

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