Un día después del accidente
aéreo del club Chapecoense, yo tenía que abordar un avión para ir a la ciudad
de Querétaro. Era un vuelo corto y lo hacía a través de la mejor aerolínea de
México, pero a esas alturas había visto una cantidad abrumadora de imágenes,
videos y testimonios de la tragedia, que me fue imposible evitar pensar en la
posibilidad de que algo podría salir mal. No creo haber sido el único en el
aeropuerto en replantear su propósito de viaje antes de abordar, ni tampoco el
único pasajero en estar atento a cada ruido del avión e indicaciones del piloto
y sobrecargos. Exageraba. La noticia me había impactado porque iba a subirme a
mi quinto avión en dos semanas y media, y porque era uno de los tantos
fanáticos nuevos del equipo brasileño que estaba siguiendo la cobertura previa
a la final.
Hacía poco que había descubierto
la existencia del Chapecoense y me encantaba su historia de equipo que había
venido de menos a más trepándose hasta las instancias finales de la Copa
Sudamericana, venciendo a otros clubes de mucha mayor cartera y peso
institucional. También descubrí con asombro que el equipo estaba conformado por
veteranos, agentes libres, piezas que no habían encontrado cabida en otros equipos,
y repatriados brasileños provenientes de países tan remotos como Irán, Catar,
Japón y Azerbaiyán. En seis años habían pasado de la cuarta división a la Serie
A, manteniéndose desde entonces en la máxima categoría, y en 2016 estaban a
punto de coronar con un campeonato internacional una historia increíble que
habían estado construyendo al puro estilo de la epopeya, de esas que te hacen
creer de nuevo en el deporte y que no conocen fronteras como la reciente
conquista de la Premier League del Leicester City. Tal vez por ese ingrediente
de gloria y hazaña truncada por la fatalidad, la tragedia se hizo viral y el
mundo entero se solidarizó en cuestión de minutos y al paso de las horas salieron
a la luz otros datos y videos de los jugadores del club. El de Thiaguinho me
tomó desprevenido. En él, se ve que están en la concentración de un hotel y sus
compañeros de equipo lo filman sacando de una caja el zapatito de un bebé y
descubre -un par de días antes de la tragedia- que será papá. Me conmovió la
complicidad de sus compañeros para guardar el secreto y preparar la sorpresa, pero
conocer el desenlace de la historia me dejó sin palabras al ver aquel arrebato
eufórico del jugador cuando sintió que la vida le sonreía. Supe que el jugador
al que apodaban Betico tenía apenas
cuatro días de ser padre, y pensé que su hijo, al igual que el de Thiaghinho, tardaría
años en descubrir la magnitud de lo ocurrido y otros más en entenderlo del
todo.
De camino al aeropuerto pensé en
lo que pudo haber provocado el accidente. Estadísticamente hablando, el avión
es el medio de transporte más seguro del mundo pero los números se invierten
cuando algo sale mal. En algún libro leí que un típico accidente aéreo se
produce por siete errores humanos consecutivos y que a veces, cuando uno se
presenta y no se soluciona, se desencadenan otros y es la suma de todos lo que
produce la tragedia. ¿Cuáles habrán sido los errores del vuelo que llevaba al
club Chapecoense?
Aquella ocasión abordé mi vuelo
con la paranoia disparada a su máxima potencia. No hubo ningún contratiempo. Al
tercer día de estar en Querétaro regresé a Monterrey todavía compungido por la
enorme tragedia. Dos semanas después del accidente, otro avión se estrelló en
Pakistán y la noticia se resumió a un trending topic que duraría sólo unas
horas: no hubo himnos, ni poesías, ni homenajes posteriores. ¿Era muy pronto
para volver a llorar una tragedia parecida? ¿Era porque no se trataba de
futbolistas? ¿Habíamos perdido momentáneamente nuestra capacidad de asombro?
Los días han pasado y los
pormenores del accidente del vuelo del Chapecoense se van conociendo. Sólo
sobrevivieron seis pasajeros, de los cuales, tres son futbolistas, dos
pertenecían a la tripulación del avión y uno es periodista. Aunque la
intensidad de la nota ha perdido auge a un mes de lo sucedido, aún veo un plano
secuencia en mi memoria que realmente no vi pero que mi cerebro se inventó con los
retazos de todo el contenido al que hemos estado expuestos en los medios y
redes sociales. En ella veo a 22 futbolistas abordando un avión que los llevará
a su última cita con la historia. Para algunos de ellos, la hazaña es el comienzo
de una carrera prometedora, para otros, una revancha de la vida, y no faltará la
persona que lo vea como el broche de oro antes del retiro. En ese momento los veo
ocupando sus asientos embriagados de una fuerza que solo puede ser equiparable
a la de los gladiadores que están a punto de entrar al coliseo para alcanzar la
gloria. Saben que el partido de ida será difícil pero no piensan tanto en eso
porque a esas alturas, la motivación, el coraje y el hambre de grandeza mueven
la balanza a su favor. Esa noche, se abrocharán los cinturones completamente convencidos
que necesitan darlo todo en esos primeros noventa minutos para terminar la
tarea, quince días después, en casa. Todos saben de antemano que de alguna
manera pasarán a la inmortalidad y serán recordados por el mundo. Lo que ninguno
de los 77 pasajeros de aquel vuelo 2933 de LaMia con destino a Medellín conoce,
es la forma en la que quedarán eternizados, lo que quedará escrito en la
Wikipedia sobre lo que está a punto de suceder.
Bonus: Clubes como el Sao Paulo,
Palmeiras, Corinthians, Santos, Benfica, Real Madrid, Barcelona, Arsenal, PSG,
y otros tantos alrededor del mundo, han mostrado su solidaridad de diferentes
maneras que van desde la cesión de jugadores hasta donaciones millonarias para
que el equipo no desaparezca.
Posdata: Ante la petición del
Atlético Nacional de Medellín -el otro finalista- la CONMEBOL declaró como
campeón póstumo en la edición del 2016 de la Copa Sudamericana al club
brasileño Chapecoense. Algo sin precedentes en el mundo del fútbol.
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